jueves, 19 de abril de 2012

TITANIC ¿FIN DE UNA ÉPOCA?

ORTEGA






Como todos sabemos, en la madrugada de este 15 de abril se cumplió un siglo del hundimiento del Titanic. Nadie puede negar que tan luctuoso acontecimiento quedó incrustado en la memoria colectiva de la humanidad como un hecho trascendental y relevante, razón por la cual en este señalado aniversario hemos leído y oído hasta el cansancio todo lo que ya conocíamos sobre el celebre naufragio. No pretendo, pues, volver a narrarles los hechos ni referirme a las miles de historias y curiosidades que conocemos de El insumergible. Se trata solamente de que en medio de todo este maremágnum de información a mí se me ocurre pensar que aquello no fue el fin, como se dice habitualmente, sino el principio de una época tan llena de contradicciones como la nuestra.



La primera gran contradicción es de “género”, pues es evidente que el “horrible machismo” imperante en la época permitió que se salvaran más mujeres que hombres. “Primero las mujeres y los niños”, era la orden que resonó en aquella clara y dantesca noche sobre la inmensidad del océano. ¿Qué dirían hoy nuestras feministas?… ¿No estarían contentas? ¿No es el principio de una época donde primero deben pasar las mujeres, y a los hombres que les parta un rayo? El Titanic fue precursor de un nuevo tiempo, de este penoso matriarcado donde las mujeres se ven obligadas a ser mujeres al tiempo que hombres, obligadas a serlo todo sin tregua, tal como lo fueron las pobres madres sobrevivientes del Titanic privadas de sus maridos con los cuales criar a sus hijos.



Se ha especulado siempre con que una de las causas del hundimiento de la nave se debió a que fue construida con un acero de mala calidad para ahorrar costes, lo cual permitió que el barco fuera cortado por el hielo como un cuchillo y que naufragara totalmente en solo dos horas y cuarenta minutos al inundarse de agua. Los que construyeron el lujoso y magnifico barco pensaron que la nave era insumergible y que bien valían sus capitales cualquier ahorro a costa de lo que fuere. Todo ello, la verdad, suena a tiempos tan actuales…



Contrariamente a la gran leyenda relativa a los pasajeros de primera clase, a los que pintan tan pudientes como poco bondadosos, en el Titanic había más pasajeros de tercera clase que de primera. Sin duda fue una gran injusticia que murieran casi todos los hombres a bordo de la tercera clase, cuando se cerraron las contrapuertas de hierro instaladas en los barcos de la época que viajaban a Estados Unidos, según requerimiento estadounidense para controlar el flujo de inmigrantes que pasarían por la mítica Ellis Island. Estos pasajeros de tercera iban en busca del sueño americano. Como millones de inmigrantes, muchos de ellos partían no solo por las hambrunas que recorrían Europa en tiempos de la revolución industrial: muchos eran campesinos que, si bien poseían un techo y comida en sus aldeas centenarias, iban en busca de los ecos lejanos que les llegaban de un futuro promisorio para sus hijos como médicos, abogados, empresarios… En fin, anhelaban que su prole tuviera la oportunidad de llegar a ser como los que viajaban en segunda y primera clase: basta escuchar las conversaciones telefónicas y leer las cartas en el maravilloso museo newyorkino dedicado a la inmigración que es la Isla Ellis. Muy loable el deseo de estos hombres y mujeres, que no representa, sin embargo, el fin de una época, sino el auge de inmensas masas desplazándose por la Tierra en busca del acariciado sueño burgués.



Por otra parte, es totalmente falso que en primera clase viajara la aristocracia, como se regodean en repetir demagógicamente. Hoy se suele confundir grandes fortunas con aristocracia. En primera clase iba todo aquel que tuviera dinero para costearse tan lujoso recorrido: para abordar el Titanic en primera clase a nadie se le exigía título nobiliario alguno. Exactamente igual que hoy no se le exige a quien tenga medios para pagarse una suite en el Ritz de Londres. A los navieros de la White Star Line no les importaba el apellido ni el pedigrí o los antepasados de siglos. Sólo les interesaban las cuentas bancarias de sus flamantes pasajeros. Nada tengo, la verdad, contra el lujo y la belleza, prefiero el derroche de aquel estilo de vida que erróneamente llaman decadencia a la cutre y ordinaria decoración de los modernos y horrendos cruceros, donde, por cierto también existen camarotes de distintos “precios”, ya que en nuestro mundo no queda ni tan siquiera primera ni segunda clase —hoy todo es de cuarta.



Por último, de verdad que no comprendo por qué le llaman el fin de una época cuando fue más bien el comienzo, y menos entiendo de dónde sacan que viajara la aristocracia a bordo de la primera clase del Titanic. En lo más mínimo: la aristocracia, o lo que quedaba de ella, estaba en los lejanos confines de Europa central, donde pocos años después terminó sucumbiendo, o la hicieron sucumbir los mismos viajeros burgueses de primera clase, junto a los que construyeron el transatlántico más famoso de la historia.

[No olvidemos que se hizo estallar la Primera Guerra Mundial en 1914 y para 1918 final de ésta, los otrora poderosos Imperios Centrales habían sucumbido ante la oleada de "democracia" ,  "republicanismo" y "comunismo" que para el caso es lo mismo:
Imperio Aleman, convertido ahora en la República de Weimar, el Imperio Ruso ahora sería la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, el Imperio Austro-Húngaro en las raquíticas repúblicas separadas e Inglaterra perdiendo su influencia en Europa y el Mar del Norte pero ganando terreno en el desaparecido Imperio Otomano o Turco, entonces si en este sentido hablo de un fin de época.]

PATRIA HONOR Y FUERZA

martes, 17 de abril de 2012

PEARL HARBOR. REVISANDO LA HISTORIA.

PEARL HARBOR:


EN BUSCA DEL INFAME





La actitud desesperada de Japón previa a la guerra fue descripta por el propio general Douglas Mac Arthur: “Encerrados en los estrechos límites de sus cuatro islas principales, los japoneses apenas podían alimentar a su enorme y creciente población. Equipados con una fuerza laboral espléndida, carecían de las primeras materias indispensables para su incrementada productividad […] Sin los productos que estas naciones poseían —las ocupadas— su industria se habría venido abajo, se hubieran quedado sin empleo millones de trabajadores y el desastre económico que esto representaba los habría precipitado a la revolución” (Memorias).



Roosevelt había vencido en su reelección con un contundente discurso pacifista. Conocedor de la determinación de neutralidad del pueblo americano y mucho más astuto que su contrincante republicano, proclamó en su campaña política: “Yo os juro solemnemente, madres y esposas americanas, que vuestros hijos y maridos no serán mandados a luchar en tierras extranjeras”.



Poco tardaría en quebrar su juramento.



Inmediatamente después de ser reelegido, el presidente americano comenzó a desarrollar todo tipo de actividades en apoyo de los ingleses, conductas éstas que, en muchos casos, importaron verdaderos actos de beligerancia. Bien recuerda el inobjetable testimonio del mariscal Montgomery que: “Roosevelt trató por todos los medios de que Estados Unidos entrara en la guerra…” (Hacia la cordura).



La actitud de Estados Unidos distaba mucho de ser la de un país neutral. Estaba sosteniendo militar y económicamente a los principales enemigos de Alemania —Inglaterra y la URSS—; buscaba establecer bases militares en distintos enclaves extranjeros para “la defensa de occidente”; no cejaba de presionar sobre el gobierno de Japón y transmitía permanentemente información de inteligencia a los ingleses, todo ello a espaldas del propio pueblo americano.



Esta postura de Roosevelt llevó al senador americano Wheeler a sostener que “Alemania dispone de todas las excusas y motivos que quiera invocar para atacarnos”.



Recuerda el Almirante Robert Theobald que “Dado que el pueblo norteamericano se oponía tan vigorosamente a la guerra era necesario forzar a una de las potencias del Eje a combatir contra Estados Unidos y esto en una forma tal que despertara en la población norteamericana la creencia profunda e íntima de la necesidad de luchar” (El secreto final de Pearl Harbor). El objetivo de Roosevelt era acorralar a los japoneses e imponerles la guerra como única opción. Comenzó así su política de embargos. John M. Collins considera que “La sorpresa económica que resultó del inesperado embargo de Estados Unidos sobre el hierro y el acero hizo tambalear al Japón antes de Pearl Harbor” (La gran estrategia).



Según Theobald, Roosevelt fijó los pasos que lo llevarían a su meta: presionó diplomática y económicamente a Japón, imponiendo una escalada que culminó el 25 de julio de 1941 cuando, conjuntamente con Gran Bretaña y Holanda, suspendió su comercio con la isla y estableció sobre ella un cerco económico; se comprometió con Gran Bretaña a prestarse asistencia recíproca frente al ataque que, contra ellos o un tercer país, efectuara Japón en el Pacífico; a pesar de los consejos en contrario de los mandos navales, retuvo una pequeña y débil flota en Hawai invitando a un ataque sorpresivo japonés; ocultó a los mandos militares en Pearl Harbor mensajes japoneses descifrados que hablaban de un guerra inminente y tenían a esa base naval como un objetivo muy probable.



De haber impuesto a los jefes de estas novedades, habrían tomado medidas de defensa que podrían haber desalentado el intento de Japón.



El acto final de la asfixia a que fue sometido Japón fue la determinación de Roosevelt de negarles el petróleo. Cerrados los mercados habituales, tampoco pudieron acceder al vital combustible en Colombia, Venezuela o México, países estos que fueron presionados por los Estados Unidos a fin de que se alinearan con su posición. En el particular caso de Venezuela, la principal empresa explotadora del petróleo era la “Standard Oil”, propiedad del trust Rockefeller, por lo que poco costó suspender toda negociación con Japón.



Sobre estas determinaciones, dijo Churchill: “La drástica aplicación de sanciones económicas el 26 de julio de 1941 precipitó la crisis interna de Japón. Evidentemente los embargos significaban la estrangulación del Japón. En el transcurrir del tiempo comprobé los tremendos efectos de los embargos decretados el 26 de julio por Roosevelt. Nuestro embargo conjunto está forzando al Japón a decidirse por la paz o la guerra con nosotros, aunque más bien creo que se dejará arrastrar a ella” (“Memorias”).



En un interesante trabajo efectuado por la prensa argentina una década atrás, Antonio Monda comenta una obra de Gore Vidal —personaje que conoció muy de cerca políticos como Roosevelt, Truman, Kennedy y otros—: “sostiene una tesis que pocos en Estados Unidos tienen el coraje de enfrentar: el ataque contra Pearl Harbor fue provocado por el presidente Roosevelt, quien ignoró las propuestas de conciliación ofrecidas por el primer ministro nipón Koyone y encontró en el general Hideki Tojo un respaldo perfecto para sus planes de guerra. Según Vidal, Roosevelt estaba perfectamente al tanto del lugar y la hora del ataque, pero actuó de manera que la transmisión de alertas llegara tarde, sacrificando así a tres mil hombres para poder desatar una guerra no querida por su pueblo” (“Clarín”, 20 de mayo de 2001).



El propio Gore Vidal sostuvo en ese reportaje que: “Era un hombre de una gran inteligencia —Roosevelt— que hizo mucho por nuestro país, pero también una persona de una ambición desmedida y de una profunda inmoralidad, consciente de que la guerra lo mantendría en el mando... sin esa masacre, que definió como infame, pero que él mismo provocó, no se habría producido la intervención al lado de Inglaterra… Salvo raras excepciones no hay moral entre los políticos y no se observa una diferencia sustancial entre los demócratas y los republicanos”.



Avanza el escritor norteamericano sobre las denominadas “operaciones de prensa” al sostener: “Lo desafío a darme el nombre de un corresponsal en Washington del The New York Times que no se declare en línea con el gobierno. Le garantizo que perdería el puesto… en ese momento específico la relación con la prensa alcanzó puntos extremos. Roosevelt y el general Marshall, que sabían el momento del ataque con dos semanas de anticipación, convocaron a los principales directores de los diarios, pidiéndoles que mantuvieran silencio en caso de que filtrara la noticia. Los periodistas respetaron el pedido y se sintieron desconcertados cuando se enteraron de que Marshall no había puesto en alerta previa a las sedes del Sudeste asiático…”



Las comunicaciones de seguridad japonesas se realizaban a través del habitual sistema del código cifrado, denominado “Código Púrpura”. A su vez, el reconocimiento de los mensajes japoneses por parte de los Estados Unidos fue denominado “Magia”. Los norteamericanos habían descriptado íntegramente todo el sistema de comunicaciones japonés.



Conforme señala Theobald en su obra, doce eran las autoridades nacionales de los Estados Unidos a las que los servicios de inteligencia le entregaban una copia de “Magia”, incluyendo a Roosevelt, los secretarios Hull, Knox, Stimson y el general Marshall.



El primer alerta llegó a Washington el 27 de enero de 1941, el embajador estadounidense en Japón informó que el Ministro del Perú manifestó a personal de su embajada que por diversas fuentes —incluso japonesas—, había tomado conocimiento que, en caso de surgir dificultades entre Japón y los Estados Unidos aquellos efectuarían un ataque sorpresivo sobre Pearl Harbor, con todos los medios disponibles.



Según Theobald, el 15 de noviembre de 1941, se descifra un mensaje de Japón informando a su cónsul en Honolulu que “Como las relaciones entre Japón y Estados Unidos son sumamente críticas, envíe en forma irregular sus partes sobre «buques en Pearl Harbor» si bien a un ritmo de dos por semana” y que en la noche del 6 de diciembre, el Presidente Roosevelt fue impuesto del contenido del último mensaje recibido: “...éste se hallaba en su escritorio con Mr. Hopkins. Después de leer las 13 partes. Levantó la vista y expresó: «esto significa guerra». Quiso hablar por teléfono con el almirante Stark; pero se le dijo que el almirante estaba en el teatro. No se mencionó ningún otro llamado telefónico. Nada se habló con respecto a una advertencia a la Flota…” (“El secreto final…”).



La advertencia de un posible ataque japonés a Pearl Harbor le llegó al almirante Kimmel —jefe de la base— ocho horas después de iniciado el mismo.



No obstante, la mayoría de las comisiones formadas para discernir responsabilidades —la más famosa de ellas: “Comisión Roberts”— imputaron, como era de esperar, al jefe de la base, almirante Kimmel y al jefe de la guarnición del ejército en Pearl Harbor, general Short.



Años después, un integrante de la “Comisión Roberts”, el almirante William H. Standley, publicó el artículo “Más sobre Pearl Harbor”: “…tanto al general Short como al almirante Kimmel se les negaron todos los derechos usuales acordados a ciudadanos norteamericanos que se presentan ante procedimientos judiciales como partes interesadas… El «incidente» que ciertos altos funcionarios de Washington habían buscado tan asiduamente con el objeto de conmover al pueblo de los Estados Unidos para la guerra con las potencias del eje, había sido por fin encontrado. El costo, 1923 hombres del Ejército y de la Marina muertos…”



El legendario almirante W. F. Halsey, comandante del portaaviones “Enterprise”, afirmó “Si hubiésemos conocido el continuo y minucioso interés del Japón en saber en detalle la exacta ubicación y los movimientos de nuestros buques en Pearl Harbor, según lo demostraba en los mensajes «Magia», es enteramente lógico que habríamos concentrado nuestros pensamientos y nuestros esfuerzos para contrarrestar el ataque a Pearl Harbor, del que hubiéramos tenido prácticamente la certidumbre” (Prólogo de “El Secreto Final…”)



Si alguna duda queda sobre lo ocurrido, la disipa por el secretario de guerra Stimson en su “Diario”: “La cuestión era cómo debíamos maniobrarlos (a los japoneses) para llevarlos a la situación de disparar el primer tiro sin que el peligro para nosotros fuese demasiado grande”.



Así fueron los hechos. Mientras tanto, las campañas políticas y de prensa desplegadas durante tantos años y la acción psicológica que ellas implementan, harán que los 7 de diciembre se siga conmemorando el “Día de la infamia”… aunque muchos tengan muy en claro quién fue el verdadero infame.



Carlos García

domingo, 1 de abril de 2012

1 de abril, aniversario del martirio de Anacleto González Flores.


Anacleto -al centro sentado- rodeado por su Estado Mayor.

El Lic. Anacleto González Flores, nació en Tepatitlán, Jal. el 13 de julio de 1888. Miembro de una familia pobre y numerosa y por ello desde chico tuvo que enfrentar un trabajo agotador. Desde muy joven se opuso a la injusta legislación y persecución religiosa. Entre 1908-1913 estudió en el seminario de San Juan de los Lagos.




En 1922 se tituló de abogado y contrajo matrimonio. Poco antes se había inscrito en la A.C.J.M. y se dedicaba a enseñar historia y literatura en colegios particulares de Guadalajara. En 1925 fue presidente y fundador de la «Unión Popular de Jalisco», y fue condecorado por voluntad de Pío XI con la cruz «Pro Eclesia et Pontífice». 83. Desde antes de 1926 luchó por que no se realizara la rebelión armada, el siempre se manifesto de forma pacífica, por decir, con manifestaciones multitudinarias.



Fue promotor incansable del «boicot» proclamado por los católicos. Su ejemplo y sus enseñanzas lo constituyeron una «figura simbólica» ampliamente reconocida y respetada. Fue tomado prisionero el 1º de abril de 1927, y sin proceso ni sentencia fue cruelmente ejecutado en el cuartel colorado de Guadalajara. «Lo colgaron de los pulgares, se le azotó, se le torturó para arrancar nombres de ilustres católicos. Por fin, le hundieron una balloneta en la espalda. Murió a los 38 años de edad, a mediodía y en un primer viernes del mes.

Poesía que promete.

domingo 1 de abril de 2012 Poesía que promete








FRANCISCO FRANCO:

LA FE





Con las últimas palabras

del postrer parte: “La guerra

ha terminado”, lacónicas,

pero claras y concretas,

avaladas por su firma,

Francisco Franco le expresa

al pueblo español y al mundo

el final de la tragedia

que padeció nuestra patria,

la encarnizada contienda

que tanta sangre costó,

tantas lágrimas y penas.



Desde este instante, en España

se inicia una nueva era

de paz y tranquilidad;

y, a su lado, paralela,

otra etapa de trabajo,

entusiasta y tesonera,

patriótica y ejemplar,

de ruda labor, comienza:

la agobiadora misión

que encarna la gran empresa

de reconstruir la patria

en sus hombres y en sus tierras.



Porque la patria está en ruina,

la nación está deshecha,

la sangre fluye a raudales

por cien heridas abiertas

en las almas y en los cuerpos.

¡España está casi muerta!



Todas las formas del hambre

por doquier se manifiestas

como medrosos fantasmas;

desde la que más apremia,

reclamando la comida

con que el cuerpo se alimenta

—hambre brutal, perentoria,

intransigente y tremenda—,

hasta las hambres que el odio,

el dolor y la tragedia

incubaron día a día

en la mente y la conciencia

de los hombres, que aun pretenden

con ansia satisfacerlas

a cualquier precio; estas hambres

llevan casi siempre aneja

una frenética sed

de justicia, grande, inmensa…



Moral y materialmente,

lo que el Caudillo se encuentra

tras la bélica victoria

—difícil, ruda y tremenda—,

es una patria asolada

por las mesnadas abyectas,

la roja grey de asesinos

del comunismo, y las ciegas

democracias corrompidas,

que alentaron la tragedia

con su ayuda incomprensible,

cara a cara o encubierta.



La patria que conquistara

Francisco Franco está llena

de sangre de muchos héroes

y mártires; de miseria,

angustia, dolor y luto,

llanto a raudales. ¡Herencia

bien precaria para hacer

una grande España nueva!



Jaime de Pascual Villanova

(Tomado de su romancero “Francisco Franco, Caudillo”)